lunes, 3 de septiembre de 2007

Pequeño cuento de nuestros días


Él le dio la mano para cruzar la calle, ambos temblaban de frío ya que era muy tarde, pero el calor de la unión los hizo sonreír. Caminaron bastante esta vez, la vereda de hacía eterna, pero estaban juntos y era lo importante, ya nada los podía separar ya que la fuerza de sus almas era más poderosa que todo habían pasado, mucho sufrimiento, personas ajenas a ellos destruyeron alguna vez ese lazo que se veía irrompible, ese lazo que pactaron no romper jamás, pero como un aluvión, como un maldito cáncer maligno se propagó por sus cuerpos inevitablemente, pero con decisión, con ese poder inmortal de los seres supremos, lograron revertir la situación y escapar de ese desastre psicótico que les remordía hasta la médula, sintiendo que toda la existencia ya no era la propia.
Ella con sus mejillas decoloradas por el frío y sus ojos profundos pestañeaba para no sentir en la retina el gélido viento de la madrugada en la urbe, de vez en cuando se tapaba la nariz con la bufanda blanca que le regaló su madre cuando otros tiempos abordaban los resquicios de su inocencia y su estómago estaba cándido de deliciosos platos tibios y bien aliñados. Trataba de no mirar a quien logro entibiar su mano con el roce de la piel ya que si lo hacía podría provocar alguna conversación inapropiada, y ya había sido suficiente de aquello, la idea era olvidad todo lo pasado.
Él mientras pensaba en cómo explicar todo y a quien recurrir, imaginando situaciones increíbles de alguna heroica llegada con un diadema de laurel, o con su princesa montada a caballo, o posiblemente solo imaginaba como poder encontrar un par de brazos que lo contuvieran del llanto y que aquella mujercita no le viera jamás derramando una lágrima. Moqueaba mientras tenía perdida la mirada en las ranuras de la interminable vereda. La camisa que llevaba le quedaba bastante grande, por ello las llagas provocadas por el viento le destruían de vez en cuando los sueños que construía acerca de su llegada triunfal y recordaba que el amor por aquellos labios rojos y carnosos que sonreían con una infinita felicidad al dejar de sentir frío, le había despojado de su chaqueta de mezclilla, recordó observar su rostro para saber en su gestualidad lo que pasaba en su mente, pero pocas veces pudo comprender lo que ella pasó, pocas veces pudo entender los llantos en la medianoche ya que su boca se selló desde el momento en que el aluvión se desató.

La observó con detención:
-¿Estás bien?- se puso frente a ella poniendo sus delgadas manos sobre sus hombros.
-Sí.- afirmó con una semisonrisa e intentó seguir adelante.

Él la siguió y continuaron el camino hacia algún refugio. A sus 13 años jamás había entendido el verdadero sentido de la palabra libertad ni por que tantos hombres murieron en el intento. Jamás había comprendido hasta ese momento que se sentía poder entregar eso tan valioso a otra persona y vivirlo juntos. Su pequeña hermana lo entendería años mas tarde, cuando la primavera llegase a sus 9 inviernos glaciales.



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